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Belém, la COP30 y el espejo roto del multilateralismo.

La COP30 no será solo una cumbre climática. Será un examen político para el multilateralismo y la gobernanza global, en torno a la capacidad del mundo de acelerar la implementación de sus acuerdos. Belém do Pará, puerta de entrada a la Amazonía, acoge la conferencia diez años después del Acuerdo de París, en un escenario donde las promesas se agotan y el margen de acción se estrecha. Lo que está en juego ya no es el consenso, sino la credibilidad.

La agenda global sobre cambio climático enfrenta cuatro grandes desafíos: entregar los nuevos planes climáticos nacionales (NDC 3.0) para el período 2031–2035, operacionalizar la nueva meta de financiamiento climático (NCQG), definir indicadores para medir la adaptación y evaluar si el planeta todavía puede limitar el calentamiento global a 1,5 °C dejando atrás los combustibles fósiles, lo cual incluye de por cierto el gas natural.

El problema es que, con el nuevo informe publicado en noviembre de este año con las políticas actuales, el planeta se encamina a un aumento entre 2,3 y 2,8 °C. El primer Balance Global, adoptado en Dubái en 2023, dejó un resultado claro: las emisiones deben caer un 43 % al 2030 y un 60 % al 2035 respecto a 2019, algo incompatible con la inercia política de los países desarrollados y con la falta de medios de implementación en los países en desarrollo. Los incentivos económicos no se han ajustado a un desafío de esta magnitud.

La agenda de Belém estará atravesada por la tensión entre justicia climática y tecnocracia. Desde su declaración inaugural, los países en vías de desarrollo (G77 + China) marcaron una línea clara: sin financiamiento, no hay acción. El bloque de estos países demanda que las economías avanzadas tripliquen sus contribuciones antes de 2030 y cumplan con la recapitalización efectiva de los principales instrumentos financieros. Entre ellos el GEF, el Fondo Verde para el Clima, el Fondo de Adaptación y el nuevo Fondo de Pérdidas y Daños, esto como condición mínima para sostener la credibilidad del marco multilateral de acción climática.

El nuevo mecanismo de financiamiento climático (NCQG), fijado en la COP29 con en un mínimo de USD 300 mil millones anuales hacia 2035, representa un avance respecto a los 100 mil millones acordados en 2009, pero sigue siendo insuficiente frente a las necesidades estimadas, que superan el billón anual. Esto se suma al gran desafío de evitar que la acción climática se convierta en una crisis de deuda. Resulta crítico, ya que según datos de la OCDE, entre 2016 y 2020 el 75 % del financiamiento climático se entregó en forma de préstamos y no de subvenciones, profundizando el endeudamiento de las economías emergentes.

El Acuerdo de París, visto como una gran victoria del multilateralismo, se logró cuando existía cierta armonía que permitía un acuerdo global. Diez años más tarde, el escenario geopolítico se ha vuelto más complejo, dificultando que la acción climática avance según lo esperado. Uno de los elementos clave a preservar en las negociaciones climáticas es el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, especialmente en una conferencia en América Latina. Nuestra región, responsable del 8 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, es además altamente vulnerable al cambio climático.

América Latina llega a esta COP atrapada entre sus características de ser economías exportadoras de recursos naturales y la urgencia de transformarlas hacia modelos más diversificados. La paradoja es que los países con mayor biodiversidad y potencial de energías renovables son también los más vulnerables a los impactos del cambio climático y a la volatilidad política interna. La región enfrenta riesgos ecológicos crecientes, como pérdida de bosques, degradación de suelos y estrés hídrico, que afectan directamente sectores productivos estratégicos como la agricultura, la pesca y la silvicultura. La dependencia económica de la exportación de materias primas limita la capacidad de invertir en adaptación y transición energética, generando un círculo de vulnerabilidad socioeconómica y ambiental que exige políticas integradas de conservación, transformación productiva y gestión de riesgos climáticos.

Pero el riesgo no es sólo discursivo. En Chile, por ejemplo, esto podría afectarnos especialmente en este periodo electoral. Elegir a un presidente que niegue o relativice la crisis climática tendría consecuencias directas sobre la capacidad del país para cumplir sus compromisos internacionales, atraer financiamiento verde y mantener una diplomacia climática activa. Chile pasaría de ser un actor con credibilidad técnica y liderazgo regional a convertirse en un eslabón débil dentro del bloque latinoamericano.

En un escenario donde el multilateralismo climático depende de la voluntad política de los Estados, una presidencia negacionista podría aislar al país, restringir su acceso a cooperación y financiamiento climático, y minar la confianza de los organismos internacionales. No se trata solo de reputación: está en juego la política pública y el futuro energético del país.El futuro de la acción climática se define tanto en la COP como en las decisiones políticas nacionales. Si Chile u otro país de América Latina elige gobiernos que niegan la ciencia o minimizan la urgencia del cambio climático, ningún encuentro internacional podrá garantizar resultados efectivos. Hoy, el principal desafío es político: decidir si seguimos confiando en un sistema que posterga la justicia y privilegia la retórica, o si desde el Sur construimos una arquitectura de cooperación sólida, capaz de convertir compromisos en acciones concretas y verificables.

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