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Carla Ovalle, periodista Fundación Uno.Cinco, y Sebastián Orellana, coordinador ejecutivo ONG RedPE

Publicado originalmente en CodexVerde

La aprobación de la Ley Marco de Permisos Sectoriales ha sido presentada como un avance hacia la eficiencia institucional y la atracción de inversión. El Gobierno ha sostenido que la ley permitirá reducir hasta en un 70 % los plazos de tramitación y resolver la dispersión normativa de más de 300 permisos. Sin embargo, desde las organizaciones de la sociedad civil, sectores de la academia y las comunidades, han emergido críticas profundas que trascienden un sistema completo, y que hoy no solo quedaron en las redes sino que se transformaron en convocatorias a manifestaciones a lo largo del país y en un requerimiento al tribunal constitucional. Lo que está en juego no es solo la duración de los procedimientos, sino la forma en que se toman decisiones sobre el territorio, los bienes comunes y los riesgos, temas cuya discusión no puede quedar reducida a tiempos y permisos, debe ser mucho más profunda.

Carla Ovalle, periodista Fundación Uno.Cinco

Uno de los problemas estructurales que arrastra el sistema chileno no es la cantidad de permisos, sino la fragmentación institucional y la falta de planificación estratégica. Los retrasos suelen deberse a suspensiones solicitadas por los propios titulares por aclarar consultas y rectificaciones debido a la falta de información entregada, cuellos de botella en servicios con escasa capacidad técnica, y vacíos normativos en materias clave como aguas, ordenamiento territorial o patrimonio.

Tal como lo ha señalado recientemente la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la protección del derecho al medio ambiente sano forma parte de las responsabilidades estatales, especialmente en un contexto en el que la crisis ambiental desencadena también una crisis de derechos humanos. En este escenario, simplificar sin fortalecer las capacidades del Estado equivale a debilitar sus funciones más esenciales: prevenir el daño, evaluar impactos acumulativos y garantizar justicia territorial e intergeneracional.

Sin duda que el proceso de permisos y revisión ambiental debe ser fortalecido y mejorado para contar con procesos más eficaces y eficientes, pero no podemos entender la evaluación ambiental como un obstáculo de inversión, conceptos como “permisología” le hacen mucho daño al debate profundo que esto requiere. La evaluación ambiental debe asegurar proyectos bien hechos, no aprobaciones rápidas, lo que nos permite beneficiar tanto el desarrollo económico del país, como también el bienestar social y ambiental.

Sebastián Orellana, coordinador ejecutivo ONG RedPE

La aprobación de este proyecto nos pone en una situación país contradictoria entre los fines y los medios. Por una parte, suscribimos acuerdos internacionales y desarrollamos Planes de Acción frente al Cambio Climático que buscan descarbonizar y conservar la biodiversidad, y por otra, flexibilizamos los criterios ambientales para el desarrollo de una industria que afecta directamente las emisiones, la biodiversidad y el bienestar local.

En ese sentido, un aspecto ausente del proyecto es la sustentabilidad social. La ley no incorpora mejoras sustantivas en la participación ciudadana que permitan democratizar la toma de decisiones o igualar los avances internacionales en esta materia. Mientras Canadá financia la participación de comunidades indígenas y la ciudadanía en procesos de evaluación, y Alemania institucionaliza la deliberación pública desde etapas tempranas, en Chile seguimos sin normas ni mecanismos de inclusión efectiva. Esto agrava la desconfianza y abre paso a un escenario de creciente judicialización de proyectos, donde la sala de audiencia puede reemplazar a los espacios de construcción democrática.

Por otro lado, en un país altamente vulnerable al cambio climático, no contar con instrumentos sólidos de planificación vinculante ni evaluación estratégica, el desarrollo de sectores intensivos como la energía, la minería o el hidrógeno verde, quedan librados a lógicas del mercado. En Magallanes, por ejemplo, la carrera por posicionarse como polo del hidrógeno verde avanza sin un marco robusto que evalúe impactos acumulativos, involucre a las comunidades o asegure coherencia con los ecosistemas australes. La transición energética es una oportunidad para no perpetuar el modelo actual, buscando uno que compatibilice el desarrollo económico de la mano de una transición socioecológica justa.

El desarrollo sostenible no se trata de oponerse al desarrollo, sino de preguntarnos: ¿Cómo logramos el equilibrio entre lo social, ambiental y económico? Chile es un país que sin duda cuenta con la capacidad de avanzar hacia la descarbonización, la restauración de la biodiversidad ecológica y la resiliencia climática, pero debemos tener la voluntad política de hacerlo ¿Somos capaces?.

Una reforma transformadora de la evaluación ambiental es necesaria, pero requiere de una visión estructural que trascienda el debate sobre los permisos: profesionalizar al Estado, invertir en capacidades técnicas, asegurar participación informada y construir marcos normativos dinámicos y adaptativos. La eficiencia que necesita Chile no es solo regulatoria, es también ecológica, social y democrática. Apostar por ello no es un freno, sino una oportunidad para reflexionar sobre sustentabilidad y desarrollo de manera integral para hacer mejor las cosas, con legitimidad y justicia.

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